Siempre se miraban. Los dos. Él buscando deseo. Ella, buscando comprensión.
Los dos se miraban y en medio, surgía la sencillez de un nuevo día, la belleza de los comienzos.
Cada mirada ataba palabras mudas, y cada palabra veía miradas ciegas, pero los dos sabían que estaban. Y él le decia todo, así, sin palabras. Y ella lo escuchaba, así, con la mirada.
En el crudo silencio no paraban de hablar. Él sobre nada y sobre todo. Ella, sobre todo y sobre nada. Y en el fondo se decían Te quiero. Las palabras tomaban sentido cuando las decía la otra persona. Él decía agua y quería decir tierra. Ella, decía risa y quería decir boca.
Y así, poco a poco, tomaban vida, hacían juego, se daban aire. Él un aire sencillo. Ella, un aire renovado.
Y en el filo de su boca, en la punta de sus labios, nacía una hilera con todos los sueños que nunca le había dicho y que cada noche tenía. Y ella, con un saco, recogía el hilo, lo estiraba, lo guardaba enredado, a modo de ovillo, y lo llevaba para casa.
Y al final del dia, al final de las palabras, se abrazaban con las pestañas, se enredaban en los brazos de las miradas que se daban.
Él, un día, quiso besarla fuerte. De esa forma tan cobarde, como besa la gente que tiene miedo a perder alguna cosa por hacer algo mal. Y ella, que hacía mucho tiempo ya que le decía que le besara (sí, de ese modo, sin palabras), no supo hacer otra cosa que enredarse a la hilera de los sueños que surgían de su boca.
Y enredada en sus palabras, revolviendo sus principios, deseaba no llegar tarde y perder todo aquello por no saber decir Te necesito.
Y ellos se querían así, de esa forma tan primaria. Tan puro era todo que no lo comprendieron hasta tarde.
Tan bonito acaba este cuento, que nunca es tarde si la dicha es buena.
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