Aprendí a valorar el orden de las cosas. Le contaba hoy a Laura mi obsesión con la doble personalidad que estoy desarrollando. Le decía que Madrid saca lo peor de mí; que aquí soy una chica tímida que ni ríe ni llora ni siente. Autómata, robótica, mecánica y esdrújula. Sobrevivo, que no es poco, pero cuántos esfuerzos por sobrevivir y qué poco cuesta morirse un poco. Le decía también que las conversaciones intrapersonales entre mi cerebro y mi otro yo (que no sé dónde habita) están empezando a convencerme de que soy alguien que no era. Mi vida ahora son dos sitios; aquél en el que existo y aquél en el que habito. El primero es mental. El segundo, físico. No sé cuál me ha sido autoimpuesto. No me echo de menos, estoy asumiendo la realidad que me ha tocado vivir. Acepto esta soledad de lunes a viernes porque sé que cuando vuelvo al Sol me reconozco más fuerte que nunca y aprecio características inesperadas. Como el orden de las cosas. Aunque se desordenen cada vez que un tren me separa del calor de un cuerpo siempre dispuesto a querer. Y eso sí que se echa de menos.
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