Veía en el metro hoy a un señor de unos cincuenta años mirando con ilusión dos discos que, deduzco por su embalaje, acababa de comprar. Me ha traído recuerdos de cuando compraba discos y pasaba todo el camino hasta llegar a casa esperando el momento de oírlo. Preparaba el escenario como si fuera una primera cita; por aquél entonces tenía bañera y me traía una lamparita para que fuera todo más íntimo, junto con el radiocasete. Y entonces llegaban todas las canciones, con paciencia, y recorrían los pasillos de mi conciencia en busca de una puerta que, no sé, tal vez custodiara la habitación de la memoria emotiva. Algunas canciones lo lograban, otras no, pero me obligaba a escuchar todas y cada una de las canciones porque aquel CD era ahora mi CD y me había costado 2500 pesetas (sí, pesetas). Al final, terminaban gustándote canciones que odiabas tras la primera escucha, gracias a este sistema de... no sé si llamarlo amortización. Ahora ya no funciona así. Las canciones que una vez escuchadas no provocan algo en ti, no las vuelves a escuchar y ya está. Se quedan flotando, en un espacio indefinido. Algo así como el limbo, a la espera de que un alma por fin las bautice y puedan ir al cielo o al infierno de las canciones. Son canciones suspendidas, que apenas rozan ni manchan. Que no martillean conciencias. Sólo la mía.
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