dimecres, de setembre 12, 2012

Bangkok II

No sé si soy una persona espiritual. Sé que me dieron la opción de no creer en nada, pero no sé si asumí esa agnosticidad por rutina o por convicción. El caso es que de repente me veo rodeada de fe. De gente que se arrodilla ante una estatua y le ofrece dinero. Gente que cree que hay algo más y parte de mí parece despertarse y, por instantes, me descubro pidiéndole a una figura un trabajo, que mis amigos duren, ser feliz. El cuento de mi vida.
Nuestras pituitarias ya se han acostumbrado al olor a pescado, a carbón asando pollos, al gas, a la basura de muchos días y a la contaminación y ya paseamos tranquilos. Mientras camino, miro a la gente que me cruzo a los ojos y a veces les intimido. Me pregunto si serán felices. No sé por qué me asalta esa intriga por la felicidad humana en una callejuela de Bangkok y no en el metro a las ocho de la mañana. Posiblemente allí hayan más infelices que aquí. Bastaría con empezar por mí misma, al otro lado del espejo de allí. Con las viejas cicatrices, los viejos hábitos, mi conocido cuerpo, siempre igual, ni suficientemente flaco ni suficientemente grueso. Y la infelicidad mía semanal que se evapora cuando por fin rompo el letargio y me hundo en la luz amarilla de la calle que me lleva a tu casa, con televisores siempre verdes por el césped, porque es sábado y hay fútbol. Y llego al edén, que es tu casa, donde las cosas aún son bonitas y todavía queda espacio para la fe. Dónde todavía existe un hueco para la esperanza. Donde aún queda algo en lo que creer, aunque sea agnóstica por rutina, de lunes a viernes.