Si algo me quedó claro de Valencia es que es un lugar donde no hay que vivir. Lo repetían los dos juntos, cada vez que parábamos en un semáforo que aún parpadeaba en verde. Cuidao, párate, que estos no frenan. Son lo peor. Luego comimos Pakistaní y por unos instantes me sentí alternativa, como cuando vivía en Madrid y leía los libros de Ágata y llevaba bufandas de lana quilométricas. Yo es que estoy acostumbrada a salir a cenar bocata, la verdad. Por eso del dinero..., dije. Aquí en Valencia también es típico ir de bocata, pero es que son pequeños y caros. Son lo peor, me dijeron ellos. Por la mañana me rodeé de ojos llenos de futuro, de corazones que aún bombean esperanza. Fue bonito, suficiente para creerme, por un instante, que todo sería mejor. Luego el taxista me explicaba que menosmaldeloscruceros, que Valencia ledaelculoalaplaya, que el gobierno que tenemos es lo peor. Y me dejó en la Estación del Norte, de una frialdad extrañamente planificada para un tren que llegó ardiendo, que me escupió en casa donde me recibió el silencio. Y pensé que nada de lo que me habían contado en Valencia era verdad. Que lo peor es llegar a casa y darse cuenta de que nadie te espera.
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