Integrándome en el espacio más insólito jamás imaginado, definido por parábolas despejadas de la ilusión al cuadrado. Se me aparece, tal cual, como si hubiera estado escondida durante mucho tiempo en alguna extraña equación que relaciona el amor con la amistad. Como si llevara años esperando su momento, su descubrimiento. Se me aparece la felicidad.
Así se me aparece y yo, que soy humano, creo observar un nacimiento, pues hacía tanto que no la sentía, que se me olvidó cómo era.
Me embriaga como si se tratara de la primera cerveza de mi vida. Y a medida que pasa el rato, creo sentir un redescubrimiento más que un nacimiento. Porque esa sensación ya la había tenido antes.
Repentínamente, mis problemas sufren un terrible problema de ingravidez y huyen, se escapan, a una velocidad doblemente superior a la de tus ojos cuando me miran.
Me siento tanto el corazón que creo tener las pulsaciones sobre mis pupilas, y temo que me lo notes. Y es que es todo tan lento y a la vez tan rápido...
Temo que termines de hablar, porque entonces, ya no seré el límite de tu mirada y pasaré a ser simplemente un objeto externo que te rodea.
Y es que es tan extraño que seas causa y remedio de todos mis problemas...
Fin. Terminó. Terminaste de hablar. Y, claro, todo se desmorona.
Los problemas toman peso, de nuevo, afectando primero que todo a mi corazón.
Después le toca a ella. A la felicidad. Me desintegra. Me echa. Lejos, muy lejos. Fuera. Fuera de todo su mundo minúsculo y de difícil acceso.
Me quedo ausente, esperando. Tal vez otra mirada, no sé. Tal vez espero encontrarla otra vez, a ella, a la felicidad, a través de ti.
Espero y peso, a la vez y de nuevo, todo lo que pesaba entonces antes de que me miraras. Ya no soy más que un objeto externo. Ya no estoy dentro de tí, al menos de momento.
Espero a ser de nuevo protagonsita de tu función.
Y es que es tan extraño que seas causa y remedio de todos mis problemas...
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