dilluns, d’abril 16, 2012

Por siempre veinticuatro

Qué miedo da morirse un poco y despertar horas después, y qué hora es y qué hago aquí o cómo llegué. Mirar al otro lado del colchón y ver que sigues estando tú, con tu cuerpo inerte y con tu lengua, siempre fuera, y yo decirte (sin que me oigas) madremía, no sé cómo duermes así. Y me levanto y te dejo solo, no lo mereces, pero te dejo solo. Tú mejor que nadie sabes las horas de mi reloj y ya son las nueve y no me gusta, Nacho, no me gusta dormirme tanto. Ven a la cama, tú me suplicas al rato, vente y te abrazo y te doy abrigo por si aún hay hielo. Que se deshaga. No se deshace, que tú lo sabes, la escarcha del pecho es permanente y no hay calor ni besos ni brazos que la derrita. Vuelvo a ti, sin embargo, y tu me abrazas, serán por siempre veinticuatro, se me escapa. Y al entenderme no dices nada porque hay muertes nocturnas y hay muertes eternas y en ese instante comprendes que vivir es un ejercicio de resurrección diaria que no practicamos del todo mal.